La iglesia del Convento de Santa Paula posiblemente sea una de la grandes desconocidas de Sevilla. Quizá porque tiene un horario de apertura muy limitado, quizá porque en ella no se celebran a menudo actos religiosos de gran afluencia (entiéndase bodas o actos litúrgicos de hermandades con presencia en la Semana Santa sevillana), o quizá porque pertenece a un convento de clausura.
Lo cierto es que su presencia en el centro de nuestra ciudad merece un paseo por su interior que, si se acompaña con la visita al museo del convento, además ayuda económicamente a la comunidad jerónima que la habita.
En la actualidad son 21 monjas las que habitan el monasterio de Santa Paula. Madre Tiyama Irimpan, quien me atendió personalmente en la tienda donde venden sus productos artesanales, es la priora de la congregación y Sor Bernarda es la monjita que nos acompaña en el museo del convento siempre con una sonrisa y con una conversación amable que transmite la paz que emana del propio recinto conventual.
Su veintena de tipos de mermelada que fabrican, sus higos, sus magdalenas y algunas delicias nacidas de sus manos sondan escasa perfecta par hacerles una visita si no fuera porque sus más de nueve mil metros cuadrados de edificación cobijaran una riqueza aún mayor que va desde el múdejar y el gótico hasta las piezas renacentistas y barrocas más exquisitas que puedan conocer en un claustro monacal. Su iglesia, su museo, sus patios y claustros, su huerta y las oraciones de las monjas son valores que elevan aún más el sentido espiritual y artístico de este recinto sagrado.
Ya de por sí entrar en un convento es una actividad recomendable para el espíritu pero desde aquí vamos a intentar que además puedan hacerlo con el conocimiento de sus cimientos, así que, para entrar en faena, hablemos un poco de los orígenes de la orden jerónima en Sevilla.
Todo comenzó con la figura de Doña Ana de Santillán que nació en Sevilla en 1424, fue hija de Fernando de Santillán, caballero veinticuatro, quien fuera sucesor de uno de los conquistadores de Sevilla bajo el reinado de San Fernando, y de su esposa Leonor de Saavedra, ambos temerosos de Dios y muy amantes de la Orden de San Jerónimo.
Cuando murió su marido, D. Pedro Ortiz Núñez de Guzmán, quedó viuda con una única hija, Blanca. Doña Ana se dio toda a la piedad y a la educación y tutela de dicha hija pero la perdió a los dieciocho años. Entonces renunciando al mundo se recluyó en un beaterio, pero con el plan de fundar, en casas propias, un monasterio de monjas de la Orden de San Jerónimo, bajo cuya jurisdicción seguiría en todo sus leyes.
Con la ayuda de su padre, logró comprar otras casas más espaciosas que fueron del abad de Xerez, lindantes con las suyas y que habían pasado, por herencia, a propiedad del monasterio de San Jerónimo de Buenavista.
Por Bula plomada de 27 de enero de 1473 el Papa Sixto IV concedió la deseada fundación de Santa Paula de Sevilla. Parece que la Orden la admitió en el Capítulo general de 1474 y el 8 de julio de 1475 se hizo el traslado de las 14 fundadoras, desde el emparedamiento de San Juan de la Palma a su nueva casa, donde recibieron el hábito de la Orden y tuvieron el consuelo de ver bendita su primitiva iglesia (la actual sala capitular) y establecida su clausura.
La Madre Ana, que a 13 de julio, con otras compañeras firmó su carta de profesión “fasta la muerte” venía nombrada por la Bula priora de por vida.
Creció el convento con rapidez, la fama de su observancia atraía a nuevas vocaciones. La iglesia y el coro resultaban pequeños, las monjas pedían a Dios solución de su problema, y hasta la esperaban de una marquesa que las visitaba y favorecía. Cuentan que, estando en oración, oyeron una voz que decía: “Marquesa será, pero no esa”.
En eso apareció Doña Isabel Enríquez, biznieta de D. Enrique III de Castilla y del rey D. Fernando de Portugal, que se convirtió en la inesperada bienhechora que envió al monasterio la divina providencia.
Estaba casada con D. Juan de Braganza, codestable de Portugal y Marqués de Montemayor. Vivía cerca del monasterio de Santa Paula y al quedar viuda, tenía todo su consuelo en el trato con la venerable priora y con sus monjas. Decidió en su duelo, que permanecería en Sevilla, que edificaría la iglesia y los coros que la comunidad estaba necesitando tanto y que este sería el panteón de su esposo y propio, al final de sus días.
El paso de los siglos, la perseverancia de las religiosas que allí habitaron y la ayuda de muchos bienhechores permitieron que Santa Paula se convirtiera en una de las clausuras principales de la ciudad, la única de la rama femenina de los jerónimos en Sevilla.
Aún hoy, con sus monjas profesas es el monasterio con más vocaciones de Sevilla, y también el más grande en extensión de los que perviven en la capital hispalense. Además de los tesoros artísticos que custodia el monasterio, con obras de los mejores artistas que trabajaron en Sevilla (Francesco Niculoso Pisano, Andrés de Ocampo, Alonso Cano, los Ribas, Martínez Montañés, Valdés Leal, Domingo Martínez, Juan de Astorga, etc.) en Santa Paula han brillado con luz propia numerosas religiosas.
Entre ellas, hay que destacar a la R. M. sor Cristina de la Cruz de Arteaga, actualmente en proceso de beatificación, y que falleció en julio de 1984, tras una fecunda vida dedicada a Santa Paula –en donde fue priora 40 años (1944-1984)– y a la Orden , en cuyo seno impulsó la creación de la «Federación de Santa Paula» (1957) , a cuya cabeza estuvo hasta su muerte. Además de fundar nuevos monasterios, como el de Ntra. Sra. de los Ángeles de Constantina (Sevilla), el de Santa María de Jesús de Cáceres o el de Ntra. Sra. de las Mercedes de Almodóvar del Campo (Ciudad Real), fue también pionera en la búsqueda de vocaciones más allá de las fronteras nacionales, en especial en la India. También tuvo la brillante idea, después seguida por otras comunidades monásticas, de mostrar parte de los tesoros artísticos de Santa Paula, muchos de los cuales procedían del legado de sus padres, los duques del Infantado, en un museo conventual.
Uno de los momentos más delicados de la historia del convento fue la desamortización emprendida por Manuel Godoy, poco antes de la invasión francesa, que también afectó a Santa Paula.
La comunidad, reunida en la clavería, firmó un memorial dirigido al Príncipe de la Paz –y que se le hizo llegar a través de la marquesa de Paradas– en el que se le pedía que no se ejecutara la venta de las fincas que debían enajenarse según una Real Orden. Ni este escrito, ni uno segundo en el mismo sentido que se le mandó posteriormente, recibieron respuesta alguna.
Pero, sin duda, el episodio más traumático al que se enfrentó la comunidad en esta etapa fue la invasión francesa de Sevilla (1 de febrero de 1810-27 de agosto de 1812).
El 25 de enero de 1810, ante la inminente llegada del ejército invasor, varias religiosas decidieron salir de la clausura. Dos de ellas (sor María de Jesús Ballesteros y sor Antonia de la Presentación Pérez de Yera) marcharon a Cádiz, futura capital de la España libre, en tanto que otra (sor María de San José Vázquez) partió a Portugal, y una cuarta (sor Florentina de la Asunción Peñalver) «a su tierra, con su padre» . Ese mismo día abandonó el monasterio casi toda la comunidad, incluida la priora, Dña. María Antonia de Aldana.
Sólo ocho religiosas «de velo negro» permanecieron en la clausura; es justo señalar sus nombres como ho- menaje a tan valerosa acción: la vicaria, sor Antonia Rodríguez del Santísimo Sacramento, la ex-priora sor Antonia Ruiz, sor Teresa de San Agustín, sor Rosalía Rodríguez del Espíritu Santo, sor María de Montemayor San Cayetano, sor Rosa de Vargas de la Alegría, sor María del Carmen Gómez y sor Isabel de San Vicente Molina. También algunas «sirvientas» permanecieron en Santa Paula. A los dos días «la Sra. Priora y algunas de la Comunidad entraron nuevamente», y el resto, salvo las cuatro citadas al principio y «dos enfermas» fueron regresando paulatinamente .
Posteriores reformas y ampliaciones se sucedieron en el convento con particular intensidad en los siglos XVI y XVII. A finales del siglo XX el convento se vio sometido a numerosas obras de restauración y adaptación, entre las que destacan la apertura del citado museo conventual como indicamos más arriba, el único hasta entonces instalado en una clausura sevillana.
El monasterio de Santa Paula fue el primero de la ciudad de Sevilla que recibió la declaración como Monumento Histórico, hecho que se produjo durante la Segunda República, y que quedó publicado en la Gaceta de Madrid con fecha de 1931.
En llegado a este punto, seguro que algunos nos preguntamos por la santa que es titular del convento: Santa Paula. ¿Quién fue realmente esta figura religiosa que tuvo su relevancia histórica en los inicios del cristianismo allá por el siglo IV de nuestra era?.
Santa Paula nació el 5 de mayo de 347, época de declive del Imperio Romano, teniendo su padre parentesco con los Escipiones y con los Gracos, y pretensiones de descendencia del mismísimo Agamenón. Paula se casó y tuvo un hijo, llamado Toxocio como su marido, y cuatro hijas: Blesila, Paulina, Eustoquio y Rufina.
Su historia incide en sus virtudes como mujer casada, aunque con ciertas predilecciones por las glorias mundanas que desaparecieron con la muerte de su marido cuando ella contaba con 33 años. Sería entonces cuando la noble viuda romana Santa Marcela la convencería para entregar su vida a Dios y optar por una mayor austeridad. En Roma conocería a San Jerónimo, que encauzó definitivamente su opción religiosa.
Sufrió la dama romana la muerte de sus hijas Blesila y Paulina, lo que le hizo anhelar aún más una vida retirada del mundo. Por ello se decidió a abandonar su casa y partir de Roma, decisión que no cambió a pesar de las lágrimas de Toxocio y Eustaquio, escena representada en el convento en los cuadros de Domingo Martínez (en un lateral de la iglesia) y de Herrera el Mozo (en una dependencia del museo).
Santa Paula se embarcó con su hija Eustoquio, el año 385, visitó a San Epifanio en Chipre, y se reunió con San Jerónimo y otros peregrinos en Antioquía. Los peregrinos visitaron los santos lugares de Palestina y fueron a Egipto a ver a los monjes y anacoretas del desierto. Un año más tarde llegaron a Belén, donde Santa Paula y Santa Eustoquio se quedaron bajo la dirección de San Jerónimo.
A la espera de la construcción de un monasterio estable, las comunidades se reunían diariamente en la capilla para el oficio divino, y los domingos en la iglesia próxima, llevando una vida penitencial marcada por el ayuno frecuente. Paula se ocupaba de atender a San Jerónimo, y le fue a éste de gran utilidad en sus trabajos bíblicos, pues su padre le había enseñado el griego y en Palestina había aprendido hebreo para cantar los salmos en la lengua original. El gobierno de los monasterios sería continuado por la hija de Toxocio, también llamada Paula.
Tras perder el habla, Santa Paula murió el 26 de enero del año 404.
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