La muralla defensiva de la ciudad de Sevilla fue mandada construir por orden de Julio César cuando era cuestor de la ciudad e Hispalis.
Más tarde fueron los musulmanes los que la ampliaron y fortificaron por orden del emir de Córdoba Abderramán II. Un descendiente de éste, el califa de Córdoba Abderramán III, ordenó su destrucción. No sería hasta el año 1023 cuando, Abú al-Qasim, primer rey taifa de Sevilla (1023-1042), ordenó levantar de nuevo las murallas para protegerse de las tropas cristianas, y entre los siglos XI y XII se llevó a cabo una importante ampliación que duplicó el recinto murado bajo el dominio del sultán Alí ibn Yúsuf.
Fueron muchas, aunque menos importantes, las acciones que sufrieron las murallas de la ciudad a lo largo de estos siglos hasta llegar a 1868 donde el nuevo urbanismo revolucionario dio con iluminados dirigentes que destruyeron gran parte de ésta y muchas de sus puertas.
Una de las que se pudo conservar fue la Puerta de Córdoba, que tenía su acceso acodado, como casi toda las que construyeron los musulmanes por estas fechas.
Su importancia se relaciona con la constante veneración que desde la Baja Edad Media tuvo la figura de San Hermenegildo, el cual sufrió prisión y martirio en esta torre-puerta.
Esta puerta sería la única que no fue afectada por las obras de reforma que se llevaron a cabo de manera generalizada durante el siglo XVI, a pesar de estar incluida en el documento de mejoras de 1560. La causa pudo ser la escasa importancia que esta puerta tendría en relación a las comunicaciones y a las actividades comerciales de la ciudad, y a las otras muchas puertas importantes que ésta disponía a lo largo de su perímetro. Esta pudo ser la razón de su salvación en cuanto a las consabidas reformas del quinientos, a la que se sumó otra, pues en 1569 la torre-puerta sufrió modificaciones, erigiéndose en ella una capilla y colocándose una lápida con referencia al martirio de San Hermenegildo.