Cuando la luz cae y las sombras renacen, el casco antiguo de Sevilla es tomado por las historias y las leyendas que van de boca en boca desde hace cientos de años.
Podemos imaginar a una dama siendo cortejada bajo el candil de una ventana lejana.
O un coche de caballos cuyo paso retumba sobre los fríos adoquines del invierno en medio de una bruma blanquecina y tenebrosa.
O a unos ladrones que aguardan embozados tras la esquina para desvalijar al primer caballero que osara salir a tan intempetuosas horas.
O un par de matones que quieren ajustarle las cuentas al valentón que se acerca a la ventana que no debe y al que preparan dos palmos de acero toledano para cortarle la calle del trago, como diría Pérez-Reverte.
O, simplemente, un lúgubre noche de invierno.
Sólo tenemos la soledad de la luna, soledad en penumbra de una fría noche mientras un arropado sereno, linterna en mano, canta las horas rumiando su suerte a paso lento y masticando un poco de tabaco para entrar en calor.