viernes, 15 de diciembre de 2023

La Iglesia de San Roque (15): el Retablo de la Piedad.

 

El último retablo del muro de la Epístola (que no el último de la nave de la Epístola) es el hermoso retablo barroco dedicado a la Piedad. Este retablo del siglo XVII tiene como motivo central un hermoso lienzo inspirado, que no copia, de una obra ("La lamentación") del pintor Anthony van Dick que se encuentra en el Museo del Prado y fue pintada hacia 1629.






Se trata de un Cristo muerto. En un prolongado escorzo, yace en el regazo de María, que mira implorante hacia el cielo. María Magdalena besa la mano de Cristo y San Juan llora su muerte.

Se ve que la propia obra original de la que se inspiró estaba muy influida por el arte veneciano en el tratamiento de las telas y el uso del color ya que la obra original de van Dyck está directamente inspirada en ciertas composiciones de Tiziano.

El cuadro original es réplica de otro cuadro del mismo tema realizado por van Dyck para una iglesia de Amberes. Sin embargo se desconocen las causas de su llegada a España, documentándose por primera vez en 1734 tras el incendio del Alcázar de Madrid.








Esta es la obra de van Dyck a la que nos hemos referido anteriormente. Así lo describe la documentación que publica el propio Museo del Prado.

La escena describe uno de los momentos más dramáticos de la Pasión y Muerte de Cristo, cuando la Virgen, en su calidad de madre, acompañada por María Magdalena, que besa la mano del Redentor, y por san Juan, que contempla la escena, asume la mayor significación, protagonizando los momentos inmediatamente posteriores a la pérdida del Hijo en la tragedia del Calvario, aspecto que Van Dyck logra expresar magistralmente: la luz baña plenamente su rostro así como los rasgos del Salvador, cuyo cadáver yace sobre un lienzo blanco dispuesto sobre una piedra. 

El pintor ha seguido un esquema habitual para tan popular asunto, pero en lugar de mostrar el cuerpo de Jesús sobre el regazo de su madre, al igual que lo hicieron los maestros de la Edad Media, llegando hasta la plenitud del Renacimiento -recuérdese a tal efecto la celebérrima Pietà de Miguel Ángel (Basílica de San Pedro de Roma-) ha preferido una situación intermedia, en vez de mostrar a la madre evocando la infancia del Hijo al presentarlo sobre sus rodillas. 

Deseando un mayor efectismo barroco, poco menos que determinado por la idea de éxtasis, relaciona ambas imágenes y presenta a la Virgen elevando sus ojos al cielo, llenos de lágrimas, con la cabeza de Cristo apoyada sobre su mano derecha. Tal actitud semeja de reproche al Padre Eterno, quien siglos atrás no permitió el Sacrificio de Isaac, escogiendo ahora para el supremo martirio a su propio Hijo. 

En lo que concierne a las ideas que presidieron la composición, así como lo que pudo condicionar las actitudes de los personajes, se hace necesario evocar la escultura clásica, a cuyo reempleo de conceptos y formas tan inclinado fue Rubens a la hora de fijar gestos y posturas; Van Dyck, tanto pudo evocar imágenes de cuanto había observado y estudiado en su viaje por Italia, como acudir a los repertorios de grabados o los pequeños vaciados en bronce, ejecutados siguiendo las pautas de piezas conocidas del repertorio de la Antigüedad. Van Dyck aprendió bien la lección de Rubens, en cuanto a la utilización de la escultura, tomando préstamos formales de ésta, que ungía de vida y calor, trasvasando a carne y a efluvios de sudor y sangre, la piedra y el mármol. La epidermis del cuerpo de Jesús refleja tonalidades que son reveladores testimonios de la metamorfosis de un cuerpo, ya ajeno a los alientos de vida, a efectos de conseguir un resultado naturalista y verosímil a los ojos del espectador. 

Las líneas maestras que dominan el conjunto de la composición, responden a un inteligente plan preconcebido para el logro del equilibrio de las masas y la mejor coherencia rítmica. La Magdalena se integra en la acción participando en la formación de un esquema piramidal que coloca a la Virgen en el vértice superior, donde el fondo oscuro de la roca contribuye a resaltar su presencia junto al cuerpo de Jesús, que destaca iluminado, acorde con la magnificencia olímpica de una estatua clásica. San Juan, por el contrario, en sombras, ayuda a configurar una diagonal que se inicia en los cuidados símbolos del tormento del Salvador, situados en el ángulo inferior izquierdo de la tela para concluir en el superior derecho. 

El dibujo, el cromatismo, el empleo de la luz y la tensión dramática general, que se observa fácilmente, son de primer orden y subrayan, después de ser apreciadas en toda su dimensión cualitativa como resultado de la reciente restauración de la obra, el acierto de las opiniones que la atribuyen a la mano de Van Dyck, eliminando las antiguas reticencias que la situaban adscrita al taller del maestro. La grabó Paulus Pontius en sentido inverso (New Holl, VII, 538), resaltando sus diferencias del cuadro conservado en Amberes, especialmente en lo que concierne a detalles de los rostros de los personajes.

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