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viernes, 19 de agosto de 2016

Los últimos de Filipinas.



Paseando por la Avenida de las Palmeras hace días, reparé en este bello edificio al que pude identificar como el Consulado General de Filipinas en Sevilla (aunque después también supe que lo era de Andalucía).

Junto a la escalera de acceso al mismo se distingue, desde la misma puerta, un busto de bronce sobre un pedestal de ladrillo con una placa cuya leyenda no podía identificar por la lejanía de la misma.

Dispuesto a averiguar a quién representa dicho homenaje, escribí una carta al propio Consulado solicitándole información y el Sr. D. José Ignacio Bidón y Vigil de Quiñones tuvo a bien contestar con esta amable respuesta que pueden leer más abajo.




Una vez identificado el personaje y el valor histórico de su gesta junto a otros 56 soldados del ejército de España en Filipinas, la información por internet brotó en gran cantidad.

La estatua representa, como ya habrán podido leer, al médico militar don Rogelio Vigil de Quiñones, médico que atendió a la tropa española en la famosa iglesia de Baler, el médico que cuidó de la salud de los últimos soldados de Filipinas.



Esta es la historia de estos 57 valientes.

En 1898, y durante casi un año, un pequeño destacamento hispano resistió en una iglesia la embestida del enemigo esperando unos refuerzos que nunca llegaron

Harapientos, enfermos, y débiles por no tener nada que llevarse a la boca. Aunque también valientes y decididos a dar hasta la última gota de sangre por su país. Así fue como los apenas 57 militares presentes en Baler (a 200 kilómetros de Manila), en la Isla de Luzón, defendieron en 1898 el último territorio español ubicado en Filipinas: una pequeña iglesia en la que esperaron durante casi un año la llegada de unos refuerzos hispanos que nunca llegaron. En los 337 días de resistencia, estos soldados no admitieron nunca la derrota de la metrópoli. Sin embargo, terminaron por abandonar el lugar tras recibir noticias de la retirada definitiva de España de la colonia. Por ello, fueron conocidos en la Historia como los últimos de Filipinas.

Corría por entonces el Siglo XIX, una época aciaga para el ya inexistente imperio español. Y es que, el tiempo feliz en el que en el territorio hispano «no se ponía el sol» ya hacía años que se había ido por el retrete y había desaparecido de la memoria colectiva. De aquellas regiones conquistadas y colonizadas por medio mundo, tan sólo quedaban en cartera Cuba, Puerto Rico, Filipinas y Guam. Y andábamos a bofetadas con los lugareños para mantenerlas.

España se enfrentaba a la liquidación de su imperio colonial

Tampoco iban mejor las cosas en la Península, donde la pobreza atacaba salvajemente a la población y donde, leva por aquí y alistamiento por allá, todos los días partían cargueros repletos de militares para darse de fusilazos por España en la otra punta del globo. Pero amigo, había que defender los resquicios de la gloriosa España que un día fuimos fuera a la costa que fuere. A su vez, y por si fuera poco, mientras nosotros caíamos en picado, un nuevo imperio asomaba lentamente la cabeza en el mundo: Estados Unidos.

Precisamente uno de los territorios que más dolores de cabeza daba en aquellos años a los españoles era una pequeña colonia ubicada cerca de China: Filipinas. Allí, desde 1896 y bajo un calor mortal, los militares libraban una batalla a fusil y machete en un intento de sofocar una revuelta que podía acabar con el dominio hispano en la zona. Con todo, tras más de una contienda y algún que otro susto, la metrópoli decidió cambiar el cuchillo por la pluma y, a finales de ese mismo año, firmó un tratado de paz con los líderes del levantamiento que pacificó la zona –o, al menos, eso se pensaba-. Un breve respiro para España en una época repleta de guerras.


Mientras andábamos a mandobles en los territorios de ultramar luchando por mantener los retazos que aún nos quedaban del imperio, Estados Unidos vivía una situación bien diferente. Y es que, como el norte del continente se le había quedado pequeño, sus gobernantes empezaron a mirar al exterior en busca de nuevos territorios que besaran la bandera de las barras y estrellas. ¿Cuáles fueron los seleccionados? Entre otros, Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Sabedores de la desesperación que generaban en la Península estas colonias y la cantidad de hombres y monedas que estaban costando a España, consideraron que era el momento de intentar apropiarse de ellas.

Por ello, a mediados del siglo XIX los norteamericanos abrieron la bolsa con la intención de dar «a lot of money» a la vieja y maltrecha España y ofrecieron nada menos que 100 millones de dólares por la isla. Sin embargo, los hispanos no andábamos para bromas así que, con un simple «no, thanks», les devolvimos para las américas de un puntapié. «Cuba no está en venta». Aquello cambió la forma de pensar de la nueva potencia mundial, en la cual se debió considerar que, si no pensábamos deshacernos de los territorios por las buenas, habría que conseguirlos por otros métodos. Así pues, Estados Unidos comenzó a ayudar de forma disimulada (un secreto a voces, que se podría decir a día de hoy) a las colonias con armas y dinero para que se independizaran de la metrópoli.

No obstante, la situación mundial volvió a dar un vuelco el día 15 de febrero de 1898 cuando, en mitad de la noche, el buque estadounidense «Maine» -que había llegado a las costas cubanas en misión de paz, aunque sin previo aviso y con algún que otro cañón de más- voló por los aires. Sin mediar palabra, los norteamericanos echaron la culpa del suceso a los españoles y declararon la guerra a la Península. Aunque posteriormente se demostró que todo había sido un desafortunado accidente, a Estados Unidos le vino como anillo al dedo esta catástrofe, pues gracias a ella pudo iniciar las hostilidades y preparar a sus hombres para tomar las colonias españolas. Ya sin medias tintas y con el cuchillo entre los dientes, les había llegado el momento de conseguir nuevos territorios a precio de ganga.

Por si hubiera pocos problemas, días después de que los Estados Unidos se pusiera belicoso, los revolucionarios filipinos volvieron a sacar el fusil e iniciaron una nueva cruzada contra los españoles. Al parecer, entendieron también que no hay mejor momento para atacar a un imperio que cuando está herido y sus frentes se dividen. Así pues, recibiendo los cañonazos norteamericanos por mar y el plomo colonial desde tierra, los menos de 20.000 soldados peninsulares presentes poco pudieron hacer y, jornada tras jornada, fueron cediendo el territorio al enemigo. La guerra, en definitiva, estaba perdida incluso antes de comenzar.

Cuando la revolución estalló, no lo hizo por igual en todos los territorios filipinos. De hecho, mientras que en unos los españoles tuvieron que tocar a zafarrancho de improviso, en otros los movimientos rebeldes tardaron más tiempo en fraguarse. Precisamente, una de esas comarcas en las que la sedición llegó con algo de retraso fue Baler, una pequeña localidad ubicada al noreste de Filipinas. «Baler está situado cerca del mar, sobre un recodo, al sur de la ensenada o bahía de su nombre, distante de la playa unos 1.000 metros. Como todas las poblaciones filipinas, de vida puramente rural y escaso número de habitantes, reducíase a la iglesia pectoral y alguna casa de tablas y argamasa.

Curiosamente, a mediados de 1897 las únicas autoridades españoles presentes en este pequeño pueblo eran un cabo de la Guardia Civil y cuatro indígenas. No obstante, todo cambió cuando, en 1898, volvió a estallar la revolución. Y es que, temeroso de que el pueblo pudiera revelarse contra los intereses de la metrópoli, los oficiales hispanos del lugar –representadas entonces por el comandante Irizarri- decidieron pedir refuerzos para mantener el orden.

Dicho y hecho. A los pocos días llegó para evitar futuras insurrecciones un destacamento de 50 cazadores españoles al mando de un joven teniente de 19 años apellidado Mota. De escasa experiencia, la primera decisión que tomó el oficial nada más pisar el pueblo fue dividir a su tropa. Así pues, creó diferentes grupos que se diseminaron a lo largo y ancho de Baler. No pudo cometer mayor error pues, tras algunas noches, los rebeldes aprovecharon su superioridad numérica para darles de machetazos hasta la extenuación.

Faltó poco, de hecho, para que lo consiguieran pues –con la oscuridad de aliada- asaltaron las posiciones españoles en el pueblo acabando con media decena de españoles e hiriendo a otros tantos. A su vez, y para desgracia hispana, la mala fortuna quiso que también falleciera el joven y prometedor teniente Mota. Según parece, se levantó en medio de la noche solo y, creyendo que todo su destacamento había encontrado muerte bajo los cuchillos filipinos, cogió un revólver y se voló los sesos. Una muy mala noticia ya que, si hubiera tenido algo de paciencia, se podría haber enterado de que, aunque con sufrimiento, se había rechazado al enemigo.

Tras este ataque, Irizarri entendió lo preocupante de la situación y, hasta el chambergo de la revolución, decidió establecer la que sería la defensa de Baler. «La primera medida que el comandante Irizarri adoptó, tras evaluar las consecuencias del asalto, fue la de reagrupar sus tropas en la iglesia-convento junto a la desembocadura del río. La fortaleza tenía muros de metro y medio y 30 metros de longitud y 10 de anchura, y seis ventanas, dos en la parte sur sobre la fachada principal, una orientada hacia el sur y otra hacia el oeste.

Por otro lado, y debido a que el destacamento había sido diezmado, pidió que acudiera desde España un relevo que pudiese hacerse cargo de la situación. El 2º Batallón Expedicionario de Cazadores fue el encargado de suministrarlo: 50 valerosos soldados armados con el efectivo fusil Máuser y comandados (en primer término) por Enrique de las Morenas y Fossi -el nuevo Comandante Político Militar del distrito del Príncipe- y, a continuación, por el teniente Juan Alonso Zayas y el teniente Saturnino Martín Cerezo. A su vez, también partieron hacia Baler el médico provisional de Sanidad Militar Rogelio Vigil de Quiñones y Fray Cándido Gómez Carreño.

Este nuevo destacamento hizo el relevo a sus compañeros en mayo. Eran tan sólo 54 valientes, pero estaban dispuestos a dejarse las pestañas para defender a España aunque fuera a miles de kilómetros de distancia. Sin embargo, cerca de ellos había una ingente cantidad de rebeldes decididos a devolverles a la Península en una caja de pino. De hecho, los líderes locales no tardaron ni dos jornadas en alistar una gigantesca fuerza de combate que asediara Baler y robara hasta la última miga de pan a sus defensores. Por entonces, la colonia ya se había levantado en armas y los españoles perdían batalla tras batallas contra los lugareños.

En la segunda quincena de mayo, las noticias se agravaron públicamente. Aquella partida indígena, bastante numerosa ya para lanzarse al campo, hizólo simultánea y resueltamente; se apoderó de los pueblos de alrededor y nos cortó del todo las comunicaciones internas con el resto de la isla. Era indudable que el pequeño destacamento seguía excitando la codicia y las preferencias enemigas. Los oficiales españoles hicieron acopio de todos los víveres que encontraron y se atrincheraron en la iglesia. Allí, pretendían resistir hasta la llegada de refuerzos o hasta que, tras una sangrienta lucha, no quedara ni un solo de ellos con vida.

En concreto, en el momento de ser sitiados los españoles contaban –según los estadillos de la época- con los siguientes alimentos: «Raciones de campaña, 7500; sacos con 500 kg de garbanzos, 20; cajas con 440 ídem de tocino, 22; sacos con 375 ídem de habichuelas, 15; cajas con 5.000 latas de sardinas, 50; cajas con 75 litros de aceite de oliva, 2; sacos con 500 kilos de arroz de 1ª, 20; latas con 75 ídem de café, 5; cajas de 161 ídem de azúcar, 7; cajas de 50 raciones de galletas equivalentes a 2.500 raciones, 50; Saquetes con 2.507 kg de harina, 109». Además, antes del inicio del sitio lograron hacerse con una buena cantidad de carne de Australia (enlatada) y otros tantos kilos de arroz. Por desgracia, no contaban con nada de sal -un elemento básico para conservar los alimentos- ni con agua potable.

El 1 de julio, mientras el calor asfixiante golpeaba con fuerza a los soldados españoles, se dio el primer disparo de un asedio que duraría 337 días. Éste salió de un fusil filipino mientras Cerezo patrullaba, como hacía a diario con otra docena de hombres, las inmediaciones de la iglesia. El enemigo acababa de llegar y, sabedor de que era imposible plantarle cara en mitad de la meseta, el oficial español tocó a retirada.Todos los militares partieron entonces hacia la seguridad de la iglesia, edificio en cuya torre ondeaba la bandera rojigualda. 

Esa misma tarde, los defensores se dispusieron a defender hasta el último hombre un edificio húmedo, estrecho y desprovisto de cualquier comodidad. Para ello, tapiaron las ventanas dejando sólo unos pequeños resquicios por los que poder disparar sus fusiles. Por otro lado,arrancaron varias baldosas del suelo para fabricar un horno con el que cocinar pan, hicieron una letrina en un corral anexo al recinto e, incluso, socavaron la tierra para construir un pozo en el que encontraron agua. Una suerte que les permitió mantenerse en pie durante casi un año sin morir de deshidratación.

Finalmente, se excavó una línea de trincheras alrededor del edificio que sirviera de defensa contra el enemigo. Cerezo llegó a proponer a sus hombres matar cuatro caballos para guardar su carne, pero a los soldados les pareció asqueroso, algo curioso si se considera que, a los pocos meses, no tuvieron más remedio que comer desde lagartijas hasta cuervos.


Mientras los Cazadores andaban de reformas, los filipinos no se quedaron –ni mucho menos- quietos. Esa misma noche llegó un gran contingente rebelde al mando de Teodorico Luna Novicio, quien mandó construir también una línea de zanjas alrededor de la iglesia para evitar la huida de los sitiados. El mar había estaba desierto, el pueblo había sido evacuado y permanecía silencioso, el río no parecía vadeable, el bosque y la montaña alejados.

En los días posteriores, mientras los héroes españoles empezaban a aclimatarse al que sería su nuevo hogar, los filipinos demostraron su caballerosidad enviando a los sitiados varios mensajes en los que les informaban de la retirada española de la colonia. Trataron por todos los medios de hacerles comprender que nadie vendría a rescatarlos y que estaban solos ante el peligro. Sin embargo, ninguno de ellos estaba dispuesto a capitular por lo que, arguyendo que se trataba de un maquiavélico plan para hacer que se rindieran, siguieron preparando la defensa sin un atisbo de duda: Filipinas era, para ellos, rojigualda.

Tan caballeroso fue en principio el combate que sitiadores y sitiados llegaron a intercambiarse regalos. El día 8 de julio envió una carta el cabecilla Cirilo Gómez Ortíz pidiendo la suspensión de las hostilidades, a fin de que la tropa descansara de los combates. El hombre quiso echarlas de generoso y, diciendo que por nuestros desertores había tenido noticias de la escasez que padecíamos en cuestión de alimentos, nos ofrecía lo que quisiéramos y una cajetilla de cigarrillos para el capitán y un pitillo para cada uno de la tropa. Se acordó la suspensión y, en justa correspondencia del obsequio, le remitimos una botella de Jerez para que brindara a nuestra salud y un puñado de medias regalías.

Con todo, la pomposidad llegó a su término cuando los enemigos vieron que los Cazadores no estaban dispuestos a rendirse. Tampoco ayudó, por ejemplo, que dos soldados españoles salieran a pecho descubierto y, a la carrera, quemaran varias casas que se encontraban alrededor de la iglesia para evitar que fueran usadas como parapeto por los sitiadores. Este acto, que dejó en lo más alto nuevamente la valentía española, sulfuró sobremanera al enemigo. A partir de ese momento comenzaron las continuas descargas de fusilería contra el último bastión español en Filipinas.

Hasta el gorro de españoles, el 18 de julio un oficial rebelde recién llegado a Baler se cansó de diálogo y pasó directamente a las amenazas, Su objetivo: conseguir que los españoles abandonaran la defensa. «Acabo de llegar con las tres columnas de mi mando, y enterado de la inútil resistencia que vienen ustedes haciendo, les participo que, si deponen las armas en un plazo de 24 horas, respetaré sus vidas e intereses. (…) De lo contrario, se las haré entregar a la fuerza». Si con lisonjas no habían conseguido nada, mucho menos con amenazas. Los defensores, hastiados, le hicieron llegar la siguiente carta: «A las doce del día termina su plazo. (…) Tenga usted entendido que si se apodera de la iglesia será cuando no encuentre en ella más que cadáveres, siendo preferible la muerte a la deshonra». Era la victoria o la muerte.

En los tres meses siguientes, entre guardia, fusilazos y cañonazos, quedó patente la importancia que tenía la religión para los defensores. Tan determinante era, que Las Morenas (al mando del destacamento y de la defensa) no pudo evitar esbozar una sonrisa cuando los filipinos enviaron a dos frailes a la iglesia para convencer a los defensores de que Filipinas había caído –como así era pues, entre EE.UU. y los rebeldes, no quedaban ya muchos españoles en la colonia-. Curiosamente, el oficial no hizo ningún caso a la sugerencia de abandonar la defensa, pero si invitó a los monjes a quedarse con ellos para dar apoyo espiritual a los soldados. Actuarían, en definitiva, como sustitutos de Carreño, muy afectado por las enfermedades locales.

Por otro lado los militares solían rezar todos los días junto a los religiosos: «Carreño creía en el valor del rosario en familia. Lo rezaron aún después de la muerte del párroco, hasta el último día de la capitulación. Los que estaban francos en el servicio, lo rezaban de rodillas delante de una imagen de la Virgen. Los que se hallaban en guardia lo hacían desde su tronera. (…) ¿Qué otra cosa podía quedarles a los sitiados salvo el consuelo de la religión, el motor del patriotismo, la disciplina castrense, la incierta esperanza del socorro? “Morir habemos, ya lo sabemos” repetían con frecuencia los monjes».

Sin embargo, a los tres meses del sitio, los valientes españoles descubrieron, para su desgracia, que el único peligro de Baler no eran los fusiles y los cañones filipinos, sino también unos verdugos silenciosos que, poco a poco, no paraban de sumar muertos a las filas de «los últimos de Filipinas». Estas asesinas eran las enfermedades favorecidas por las malas condiciones higiénicas, la falta de ventilación, la humedad y la escasez de alimentos en buen estado.

La primera de ellas fue la que más ataúdes llenó: el beri-beri. Provocada por la falta de vitamina B, esta enfermedad, según Cerezo «comienza su invasión por las extremidades inferiores, que hincha e inutiliza, cubriéndolas con tumefacciones asquerosas, precedida por una parálisis extraordinaria y un temblor convulsivo, va subiendo y subiendo como el cieno sobre los cuerpos sumergidos y cuando alcanza su desarrollo a ciertos órganos, produce la muerte con aterradores sufrimientos».

No era mucho mejor la disentería. Favorecida por las precarias condiciones de salubridad, esta enfermedad lleva a la inflamación del intestino y genera fiebres y diarrea en el afectado –además de vómitos y dolor abdominal-. Muchos fueron los valerosos defensores que se tuvieron que enfrentar cara a cara con ella. Con todo, y una vez que se observó que algunos militares la padecían, se ordenó ventilar la iglesia, tirar los alimentos en mal estado y, para terminar, hacer un pozo negro para evitar que los excrementos se amontonaran tan cerca de los dormitorios. A falta de una solución mejor, esta serie de medidas higiénicas ayudaron a los hispanos a evitar el contagio, aunque la enfermería siguió llena de pacientes.

Durante los meses siguientes, los defensores vivieron sus momentos más tensos. Y es que, a la escasez de alimentos se sumaron las continuas descargas de fusilería del enemigo. La situación terminó de recrudecerse cuando los filipinos recibieron varias piezas de artillería con las que esperaban reducir a escombros la iglesia de Baler. Sin embargo, como buen caballero que era, el coronel indígena envió primero un parlamentario con el que pretendía persuadir a los españoles de que abandonaran el lugar: o salían, o serían aniquilados. La respuesta de Las Morenas fue rotunda: «Puede usted empezar el cañoneo cuando quiera». Por suerte, el edificio tenía muros gruesos y la artillería era antigua, así que no hubo que lamentar daños graves.

No se pudo decir lo mismo de las enfermedades, las cuales enterraron a más españoles que el plomo enemigo. De hecho, el beri-beri terminó llevándose al párroco primero y, el 22 de noviembre, al capitán Las Morenas. Todos lloraron su muerte, pues era como un padre para cada militar allí presente. Sin el oficial por excelencia, Cerezo tomó el mando, aunque prefirió seguir aparentando delante de los emisarios filipinos que su superior estaba vivo para no darles una alegría. Y esa era una tarea ardua, pues, incansables, los enemigos enviaron decenas de parlamentarios –tanto españoles como indígenas- con la intención de convencer a los hispanos de la derrota definitiva del ejército español en Filipinas. Pero para los Cazadores, y en especial para el oficial al mando, todo aquello eran patrañas. Para ellos era imposible que un imperio con más de tres siglos cayera en apenas unos pocos meses.

Desesperados por no conseguir la rendición española, los filipinos iniciaron entonces su particular guerra psicológica contra los sitiados. Ésta consistió principalmente en lanzar piedras sobre el tejado de zinc de la iglesia por las noches para no dejar dormir a los españoles e, incluso, ordenaban a los desertores hispanos que gritaran todo tipo de insultos a sus antiguos compañeros desde las trincheras. Pocas veces era efectivo, pues los Cazadores estaban resueltos a morir en aquel paraje inhóspito.

No obstante, el colmo de la guerra contra la mente llegó casi en navidades. El enemigo no escatimaba medios. Eran válidas todas las artimañas, incluidas las que se referían a la incitación a la lujuria. Los papeles que encontré en la iglesia de Baler afirman que el enemigo situó a mujeres semidesnudas e hizo que varias parejas imitaran el acto de la cópula frente a los defensores. Para evitar la tentación de la carne, Martin dio orden de inmediata retirada a la tropa. Lo que les faltaba a los pobres Cazadores, mujeres desnudas y gestos lascivos. Como antídoto unos se pusieron a rezar y otros a batir palmas y a reír con todas sus fuerzas.

Después de siete meses de encierro, los Cazadores tuvieron también que resistirse con todas sus fuerzas a las ofertas realizadas por los oficiales filipinos (quienes tentaban a los españoles con alimento y un vapor que les transportaría a España). Y es que, allá por Navidad, la comida empezó a escasear y cualquier animal que aparecía en la iglesia era idóneo para llenar el estómago. Desde cuervos hasta lagartijas, todo bicho viviente con algo de carne caía en la cazuela y era repartido a partes iguales entre los extenuados españoles.

También se hacía cada vez más palpable la falta de vitamina B, una deficiencia que agravaba el beri-beri. Por ello, Cerezo llevó a cabo una salida desesperada del edificio en la que halló semillas de calabaza. Aquel botín fue un tesoro pues, tras plantarlas en un huerto cercano al recinto, se logró detener la temible enfermedad que, cada vez con más asiduidad, se llevaba al otro barrio a los militares. Por otro lado, la llegada de «algo verde» relajó al médico del regimiento, quien pudo tratar con estos alimentos mejor a los enfermos.

Tuvieron que pasar varios meses hasta que un nuevo intento de sacar a los Cazadores de la iglesia se hizo patente. Éste se sucedió el 11 de abril, momento en que los defensores casi habían abandonado toda esperanza de salir con vida del lugar. Fue precisamente en plena tarde cuando, en la lejanía, se escucharon varios cañonazos de un buque a vapor. Inmediatamente, Cerezo interpretó que los refuerzos habían llegado por fin; un inmenso ejército que desembarcaría en Baler y acabaría con las aspiraciones de aquellos filipinos recuperando la colonia para el imperio español.

Nada más lejos de la realidad. El buque era un cañonero, el «Yorktown», un navío norteamericano que pretendía desembarcar –con el beneplácito filipino- a una quincena de marinos en plena playa para incitar a los españoles a que se rindieran. Pero el tiro les salió por la culata del rifle pues, al intentar poner un pie en tierra, no escucharon la señal de «Alto» dada por los filipinos y fueron aniquilados antes siquiera de poder salir de la barca. Desconcertado, su navío se marchó vacío de vuelta a su patria.

Después de haber recibido la visita de todo tipo de emisarios, a finales de mayo de 1899 se produjo el enésimo intento de convencer a los militares españoles de que abandonaran su encierro y cedieran el territorio a Filipinas. ¿Por qué fue diferente éste? Porque fue el primero realizado por un alto oficial del ejército español: el teniente coronel de Estado Mayor Cristóbal Aguilar y Castañeda, recién llegado a Baler a bordo del vapor «Uranus». A su vez, también fue la primera ocasión en la que un parlamentario pidió mantener una conversación usando como reclamo una bandera española, y no una blanca. Cerezo lo recibió.

Frente a la ya maltrecha y maloliente iglesia de Baler, Aguilar afirmó que acababa de llegar de Manila y que le había sido encomendada la misión por el alto mando español de «recogerles» y hacer que regresaran con él a España en su buque. «Mentiras y más mentiras» para Cerezo, que no vio en él más que a un desertor hispano que había robado un uniforme para engañarles. Erre que erre, no le valió ni siquiera que el emisario le mostrara el buque pues, en su desconfianza, el defensor no vio más que un pequeño lanchón con el que pretendían engañar a sus hombres. Nuevamente, despachó a Aguilar con un «gracias pero no» y conminó a sus combatientes a ocupar las ventanas, pues seguirían defendiendo arma en ristre la iglesia hasta la muerte.

Con los días convertidos en semanas, los defensores llegaron a los 11 meses de su resistencia. Para entonces, la húmeda y antihigiénica iglesia de Baler ya se había convertido en su casa y muy pocos pensaban ya en una salvación. Muertos de hambre y tan delgados que, según Cerezo, se podían contar sus huesos, los Cazadores se reunieron con sus oficiales para trazar un último plan. Según explicó el teniente, cuando se acabaran definitivamente los escasos víveres que quedabantratarían de escabullirse en medio de la noche hacia un bosque cercano. Desde allí, partirían hacia Manila, donde se presentarían ante las autoridades hispanas… si es que quedaban. En total, y según las directrices, deberían recorrer más de 200 kilómetros. Sin duda, una misión imposible que acabaría matándolos pero ¿qué otra cosa podían hacer?

Unos días antes de la partida, en cambio, un inesperado «regalo» cambió drásticamente la situación de los sitiados. Cuando abrieron, como hacían cada mañana, las puertas del templo, hallaron un montón de periódicos. En principio, Cerezo sospechó, pues anteriormente ya le habían hecho llegar varios diarios locales que afirmaban que España había huido de la colonia con el fusil entre las piernas. «Burdas falsificaciones», pensaba en su momento. En este caso, por el contrario, el papel que le esperaba frente a la iglesia llevaba grabado el emblema de «El Imparcial», un rotativo español.

«La misma música», eso fue lo único que afirmó el oficial español en un principio antes de revisar las columnas y percatarse de una noticia que hacía que el diario fuese verídico y, por lo tanto, su extensa explicación sobre la pérdida de las Filipinas fuese absolutamente real. «Admirando estaba la obra cuando un pequeño suelto me hizo estremecer de sorpresa. Era la sencilla noticia de que un segundo Teniente D, Francisco Díaz Navarro, pasaba destinado a Málaga; aquel oficial había sido mi compañero e íntimo amigo en el Regimiento de Borbón y yo sabía muy bien que tenía resuelto pedir su destino a la mencionada población. Esto no podía ser inventado».

Como si de una epifanía se tratase, Cerezo comprendió que todo lo que le habían estado diciendo aquellos meses era absolutamente cierto. España había sido expulsada de la colonia, ya no quedaba ningún retazo del imperio en aquellas islas y, para colmo, ellos habían sido los últimos defensores de Filipinas. Inmediatamente reunió a los defensores que quedaban y, tras compartir una charla intensa durante varias horas, resolvieron rendirse a los nativos, aunque con una serie de premisas. Entre ellas, estaba la de que serían acompañados hasta territorio hispano y ninguno de los supervivientes de Baler sería dañado. Por suerte, así se cumplió.

Lo que quedaba del destacamento abandonó el que había sido su hogar durante 11 meses el 2 de junio de 1899, tras 337 días de heroica resistencia en los que la bandera española siempre flameó en lo alto del campanario. Con todo, la defensa no había salido barata pues, del más de medio centenar de hombres que habían entrado en el templo hacía casi un año, 15 habían muerto por enfermedad, 2 habían fallecido por las balas filipinas, 6 habían desertado y otros 2 habían sido fusilados por el propio Cerezo después de que intentaran pasarse al enemigo. No obstante, habían conseguido un hueco en la historia y un título que resonaría por toda España hasta la actualidad: «Los últimos de Filipinas».